por Horacio Verbitsky
Muchas leyes, algunas constituciones americanas y todos los sistemas de protección de los derechos humanos garantizan el derecho a la vida. De los 35 miembros de la Organización de Estados Americanos, 19 ya abolieron la pena de muerte por delitos comunes y 15 aún la tienen en los códigos pero no la aplican desde 2008. Sólo los Estados Unidos continúan realizando ejecuciones, como ya explicó el comisionado Bill Richardson, aunque la cantidad de nuevas condenas y de ejecuciones declina año tras año.
El número de inocentes ejecutados en Estados Unidos (151 personas desde 1973) y el inocultable sesgo racista de las víctimas (el 60% fueron afroamericanos) es impresionante.
Sin embargo, tampoco en el resto de las Américas conviene apurarse a celebrar, ya que formas más solapadas de criminalidad estatal logran el mismo efecto de control social allí donde la pena de muerte legal ha sido abolida o no se practica. Ése es el caso de las ejecuciones extrajudiciales y de las leyes de derribo de aeronaves, que con el argumento de enfrentar al nuevo demonio del narcotráfico se han ido extendiendo por la región.
En la Argentina, la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 nunca aplicó la pena de muerte tal como estaba contemplada en bandos y decretos de excepción. Sin embargo se produjeron miles de ejecuciones extrajudiciales por mano de fuerzas estatales. Bajo el impacto de estos episodios, en 1984 el primer gobierno electo por el voto popular derogó la pena de muerte por delitos comunes. Diez años después, bajo un gobierno de otro signo político, la reforma constitucional de 1994 abolió en forma definitiva ese castigo por razones políticas. En 2008, la Argentina ratificó el Segundo Protocolo Opcional al Pacto Internacional de Derechos Políticos y Civiles y derogó el Código de Justicia Militar, como conclusión de una causa que un joven oficial del Ejército llevó a la Comisión Internacional de Derechos Humanos con el patrocinio del CELS. De este modo la pena de muerte fue abolida bajo cualquier circunstancia y no podrá ser reimplantada. Esto ocurrió durante un tercer gobierno, lo cual indica el amplio consenso suprapartidario que sustenta esta decisión.
Pero esa pena erradicada de constituciones, leyes y códigos se sigue aplicando en las calles, por medio de las ejecuciones extrajudiciales, que constituyen una forma aún más perversa, porque se aplica sin juicio ni defensa, a discreción de quien empuña las armas que el Estado puso en sus manos para garantizar el orden constitucional y las libertades públicas. La base de datos del CELS registra por lo menos 130 ejecuciones en la última década: 55 cometidas por miembros de la policía de la provincia de Buenos Aires, 46 por integrantes de la Policía Federal y 6 por la nueva policía metropolitana de la Capital. Los autores de la mayor parte de esas muertes estaban de servicio al producirse los hechos y la mayoría abrumadora de las víctimas fueron hombres jóvenes, de menos de 30 años de los barrios más pobres. En lo que va de este año, se contabilizaron no menos de 11 situaciones de este tipo en el Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), que reúne a la Capital Federal y a los partidos más próximos del conurbano bonaerense.
Un defensor público, un juez y hasta el ministro de Justicia y Seguridad bonaerense acusaron a la policía de reclutar a hombres jóvenes para robar automóviles y saquear viviendas marcadas y de matarlos luego. La investigación de estas denuncias nunca avanza porque frente a la histeria mediática por “la inseguridad” no hay un escándalo equivalente contra la violencia institucional.
En 2004, el oficial Hugo Alberto Cáceres fue condenado a 22 años de cárcel, por haber organizado un escuadrón de la muerte financiado por comerciantes de los barrios del norte del conurbano para eliminar a jóvenes ladrones. Pero en 2010 ya estaba en libertad, anunciando en Facebook los servicios de su agencia privada de seguridad. Su mejor publicidad es la fama que se había ganado en su anterior cargo público.
Casos similares se denunciaron en el área próxima al aeropuerto internacional de Ezeiza, implicando a varios oficiales y suboficiales protegidos por el intendente Alejandro Granados. Una década después, Granados fue designado ministro provincial de Seguridad. Durante su gestión el gobierno modificó el tipo de información pública incluyendo por primera vez la inadmisible categoría de “delincuentes abatidos”, que es una celebración apenas disimulada de esas ejecuciones extrajudiciales. Hablar de delincuentes cuando no ha habido, acusación, defensa ni juicio, es un modo hipócrita de convalidar esas penas de muerte ilegales.
Un problema general
El mismo esquema se repite en otros países de la región, como México, Brasil, Colombia y Venezuela. Más allá de las diferencias de país a país, diferentes informes del Relator Especial de las Naciones Unidas, de Human Rights Watch, de Amnesty y de organizaciones no gubernamentales calculan en unos 500 los homicidios cometidos cada año por la policía de San Pablo y de Río de Janeiro, las principales ciudades de Brasil; varios miles de ejecuciones extrajudiciales cometidas por las fuerzas de seguridad en Colombia, donde esos casos se conocen como “falsos positivos”; una relación de veinte civiles asesinados por cada militar que muere en México, y alrededor de mil personas ejecutadas por año en Venezuela, una amplia mayoría de entre 15 y 20 años, sin proceso legal alguno.
En todos esos casos, la norma es la falta de información seria y fiable. El Relator Especial sobre Ejecuciones Extrajudiciales, sumarias o arbitrarias del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Christof Heyns, recomendó la creación de una base de datos consolidada sobre homicidios, por Estado, género y edad, como un paso para el establecimiento de una política pública efectiva y la muy necesaria responsabilidad.
Durante la reciente campaña electoral argentina, distintas fuerzas políticas propusieron implicar nuevamente a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, lo que fue prohibido por las sucesivas leyes de Defensa Nacional, de 1988; de Seguridad Interior, de 1992, y de Inteligencia Nacional, de 2001, sancionadas por acuerdo multipartidario durante tres diferentes gobiernos, y reglamentadas en 2006 por un cuarto presidente. Este cambio provoca resistencia incluso dentro de las Fuerzas Armadas, dado que su organización, armamento y doctrina son por completo diferentes a los de las fuerzas policiales.
La mayoría de esas propuestas contemplan apostar tropas militares en las zonas fronterizas por las que se afirma que ingresan los narcóticos de consumo prohibido por las autoridades sanitarias. El derrotado candidato presidencial Sergio Massa, cuya tercera fuerza no pasó de la primera ronda electoral, también clamó que ese despliegue alcanzara a los barrios pobres de las grandes ciudades. Además legisladores de diferentes partidos presentaron proyectos de ley que permitiría derribar aeronaves sospechosas de transportar sustancias ilegales. Todos esos proyectos contemplan el uso de armas de guerra contra esos aviones, ante la mera sospecha de que a bordo pudiera haber personas que intentaran cometer un delito. Esto equivale a una condena a muerte sin juicio, con absoluto desprecio por el derecho a la vida y la presunción de inocencia y también viola el derecho internacional que prohíbe atacar aviones civiles que no constituyan una amenaza armada. Leyes de este tipo ya han sido sancionadas en Brasil, Bolivia, Colombia, Chile, Honduras, Perú, Paraguay, Uruguay y Venezuela. Uruguay es el único de esos países que anunció la decisión de no derribar aviones sospechosos. El resto se ha jactado de haber destruido, inutilizado, neutralizado o derribado aeronaves, pero no hay datos disponibles sobre el número de muertos y/o heridos en esas operaciones. La única excepción ocurrió en Perú en 2001, cuando fue derribado un avión, lo cual causó la muerte de una familia de misionarios estadounidenses, con un bebé de siete meses. Como consecuencia, ese programa impulsado igual que el de Colombia por el Comando Sur de las Fuerzas Armadas estadounidenses fue suspendido durante varios años. Recién se reinició la década siguiente, mediante una nueva ley promulgada por el dictador civil Alberto Fujimori.
Asesinatos selectivos
Según el informe 2010 del entonces Relator Especial del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Philip Alston, los asesinatos selectivos constituyen una licencia para matar, definida en forma imprecisa.
Sus efectos prácticos son la imposición de la muerte a presuntos terroristas, con desprecio por su derecho a la vida y un juicio justo. Según el actual Relator, Christof Heyns, desde noviembre de 2002 hasta febrero de 2014 por lo menos 2.835 personas murieron en Paquistán, Yemen y Somalia por ataques con drones. Distintas investigaciones periodísticas y de organizaciones defensoras de los derechos humanos han establecido que un alto número de víctimas eran civiles dedicados a actividades normales de su vida cotidiana, como compras en mercados, internación en hospitales o fiestas familiares. Estados Unidos es el país que más usa los asesinatos selectivos y hay evidencias de que los ha cometido en Afghanistán, Irak, Libia, Paquistán, Somalia y Yemen. Desde que Barack Obama asumió el gobierno su país ha realizado por lo menos 400 ataques con drones, que causaron la muerte a más de 2.600 personas. El gobierno no confirma el número de operaciones ni de muertes, y sólo en contados casos lo máximo que el gobierno y/o las fuerzas militares estadounidenses han hecho es reconocer el error y pedir disculpas. Demasiado tarde. La Comisión debe redoblar sus esfuerzos para que la pena de muerte sea abolida en los países que aún no lo han hecho, pero su plan de acción también debe tomar en cuenta estas formas no por sinuosas menos terribles de aplicación del castigo capital.