por Marcos Zimmermann
Tenía miedo de la luna cuando estaba llena, de la oscuridad de la noche cuando caminaba entre los nogales y del silencio que se hacía en los olivares cuando no soplaba el viento del desierto. Tenía miedo de mi hermana, que me decía que si no dejaba de tener miedo sería como las mujeres. Que mi padre se avergonzaría de mí. Y que dejara de temer, porque eso no era de un verdadero musulmán. Los musulmanes sólo temen a Alá, no a las cosas de los hombres me decía. No los ahoga el miedo, sólo el temor a Alá, que es quien decide nuestro destino.
Me di cuenta de que Alá me llamaba a hacerme hombre cuando sentí entrar el agua en mis pulmones. Y se me taparon los oídos, y los zapatitos me quedaron grandes de golpe, y casi me trago mi misma lengua. Cuando una luz que explotó en mi cabeza se volvió un fogonazo por dentro que nunca había visto y me llenó de miedo. Y pensé, ¿cómo es posible que este ahogo me dé miedo una vez más, si mi papá me dice que soy el hombre de la casa y el más fiel a Alá de sus hijos? Y entonces vi que ese ahogo era como los que me pasan de noche, y me hacen saltar a la cama de mi papá, y él me aprieta contra su pecho, y me hace toser golpeándome la espalda, y me saca el miedo. Así que abrí los pulmones y aspiré hondo el agua que, ahora, a cada bocanada, me parece más suave, más dulce. Y que me va a hacer no tener nunca más miedo. Porque cuando toda esta agua que se me mete en la garganta y me da tos se vaya, voy a ser un hombre.
Casi puedo verme con mi pantaloncito corto y mis zapatitos de cuero, tirado de panza en la playa. Durmiendo al sol. Fotografiado en todos los diarios. Rodeado de mujeres que hablarán de mí y me admirarán diciendo: “¡Miren, ahí está el muchachito que se hizo hombre porque no tuvo miedo!”. Y sabré que soy famoso. Como los artistas, como los políticos. Un hombre del que todos dirán: “el muchachito muerto es un gran hombre porque cargó encima de su espaldita la gran responsabilidad de ser un símbolo”. Y a mí me encantará ser admirado por estar muerto y ser un símbolo. Aunque no sepa que significa “muerto”, ni “símbolo”. Porque seré más querido que los hombres más queridos de mi pueblo. Que cultivan aceitunas y nueces de día, y de noche los abrazan sus mujeres para darles hijos. Como el hijo que, un día, me va a dar una mujer que me va a querer aún más que cualquiera de éstas. Que me quieren sólo porque soy famoso.
Uno no debe pensar estas cosas me dice siempre mi padre, mientras lo acompaño a hacer canales de riego alrededor de los olivos, o a sacudir los nogales con un palo largo para que caigan las nueces. No es de hombre hablar de uno. No es de buen musulmán hablar como si uno fuera importante. Somos todos hijos de Alá me explica. No somos nada, repite mirando la montaña y el desierto. Salvo cuando El Profeta quiere. Y nos elige.
Como ahora me eligió a mí para hacerme hombre. Por eso seguiré respirando más agua. ¡Las cosas que hay que hacer para ser hombre! Porque duele en la garganta y cuesta respirarla. Aunque todos sabemos que el agua de mi tierra es buena. Transparente en las montañas más altas y marroncita más abajo, en los valles de La Costa. Donde riega los olivares para que salgan muchas aceitunas y los nogales para que les salga esa flor blanca y chiquita que mi papá le regala a mi mamá cada primavera. Cuando florecen a orillas del Abaucán. Este río que mi papá dice que se llama río Guanchín, porque el abuelo Yamil le dijo que desde el cerro Cenizo se llama así. Pero mi mamá dice que su papá, el abuelo Haffez, le dijo que no se llama Guanchín. Que, desde La Ramadita, se llama río Abaucán, nomás. Pero que da lo mismo porque, igual, casi nadie lo conoce. Ni tampoco a nosotros que, como dice mi papá, vivimos en el olvido.
¡Qué sé yo! Lo único que sé es que me caí a ese río persiguiendo a una mulita. Arrastrado por una crecida repentina, de las que hay en verano. Tratando de imitar a mi papá cuando caza mulitas en este valle de Catamarca donde vivimos, donde llegaron mis abuelos Jamil y Haffez, hace años, desde el Líbano y desde Siria y donde los ríos tienen varios nombres porque son muy viejos. Pero a mi eso no me importa. Lo que me importa es que mañana, cuando todos me vean tirado panza abajo al sol en la playita de arcilla donde hace la curva el río Abaucán, justo frente a mi rancho, voy a ser un hombre. Por más que ahora tenga que aguantar esta agua que me entra en el cuerpo y me hace toser y toser. Y todavía no sepa qué quiere decir “estar muerto”. Ni qué quiere decir “ser un símbolo”. Ni qué quiere decir “olvido”.