por Roberto Valencia
MARYLAND —El Salvador, el pequeño país centroamericano de 20.000 kilómetros cuadrados y seis millones y medio de habitantes, cerró 2016 con 5.278 asesinatos. Un promedio de 14 al día. Una tasa de 81 homicidios por cada cien mil habitantes. Ocho veces superior al límite que Naciones Unidas fija para establecer que una sociedad sufre epidemia de violencia.
A pesar de estos números, el gobierno lleva semanas hablando de éxito en su estrategia de combate a la criminalidad. “Las medidas extraordinarias implementadas por mi gobierno están dando resultados positivos”, dijo el presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, en su discurso de fin de año.
El gabinete de seguridad se aferra al clavo ardiente de que en 2015 las cifras fueron más terroríficas —una tasa de tres dígitos— para inflar un discurso triunfalista que está en las antípodas de lo conveniente para una sociedad herida y traumatizada. Sin embargo, lejos de la idea que sus asesores de comunicación quieren diseminar, el combate frontal a las maras no está sino agravando y dilatando los problemas de convivencia social arrastrados durante décadas.
El bienio 2015-16 es el más mortífero desde que inició el siglo: casi 12.000 asesinados. Tendrían que haber matado a 80.000 personas en Argentina, a 234.000 en México, o a 593.000 en Estados Unidos para igualar la
tasa salvadoreña.
El bienio sangriento calza a la perfección con la estrategia belicista del gobierno de Sánchez Cerén, que tiene su arranque simbólico el 5 de enero de 2015, con un discurso en el cuartel central de la Policía Nacional Civil en el que el presidente rechazó “volver a negociar con las pandillas” y anunció una política de persecución y castigo. Dicho así suena enérgico y bien intencionado, pero luego se reveló que apenas un año atrás, su partido, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), al más alto nivel —y bajo la mesa— había negociado con las maras contraprestaciones a cambio del voto de las decenas de miles de pandilleros y de sus familiares.
Conviene consignar que en 2012 y 2013, durante la fase más exitosa de la negociación entre el gobierno anterior y las pandillas, un proceso conocido como la Tregua —también oscuro y mal manejado, pero monitoreado por la Organización de Estados Americanos—, la cifra de asesinados bajó a unos 2.500 cada año.
Las maras no son la única expresión de la violencia en El Salvador, pero sí la más cruda, publicitada y la que más víctimas genera. En marzo de 2012, cuando las tres pandillas dominantes —Mara Salvatrucha-13, 18-Revolucionarios y 18-Sureños— se involucraron en la Tregua, los homicidios cayeron un 60 por ciento de la noche a la mañana, literalmente. Entonces se cifró en
62.000 la cantidad de pandilleros activos, con un colchón social de unas
500.000 personas, integrado por familiares, novias, colaboradores y simpatizantes. Un 8 o 9 por ciento de la población.
Más allá de los números, lo que hace de las maras un fenómeno único en el mundo es su asfixiante control territorial y social. En centenares de colonias y cantones que la debilidad del Estado les permite controlar, por lo general los más empobrecidos, los mareros determinan quién entra, dónde estudian los niños, qué ropa puede usarse, quiénes pagan renta, y hasta qué familiares llegan al velorio cuando un vecino fallece. No hay señal de que esas estructuras de terror, sintetizadas en la hollywoodense frase “ver, oír y callar”, se hayan debilitado tras dos años de represión brutal.
A corto y mediano plazo, la estrategia actual del gobierno no invita al optimismo. Los números 13 y el 18 se importaron desde California hace un cuarto de siglo, pero las maras como fenómeno, la dimensión alcanzada, son consecuencia de las condiciones estructurales que ofrece la sociedad salvadoreña: la pobreza, la desigualdad y la exclusión, ejemplificadas en empresarios reticentes a pagar a un cortador de caña 200 dólares mensuales en un país en el que un litro de leche cuesta 1.30 dólares; la debilidad institucional y un sistema político partidario empeñado en perpetuarla; el histórico uso de la violencia para resolver diferencias, tanto políticas como personales; y un clasismo latente del que nadie quiere hablar, con familias clasemedieras que pagan al día 12 dólares o menos a las mujeres que limpian sus casas y cuidan a sus hijos.
Incluso si la persecución y el castigo debilitaran las maras, nada indica que el escenario resultante vaya a ser mejor. El Estado salvadoreño, con el aplauso o la indiferencia de la ciudadanía, ha hecho a un lado los derechos humanos en su guerra a las pandillas, al más puro ‘Duterte style’. Se está resucitando y tolerando la idea, propia de décadas no tan remotas, de que es legítimo tomarse la justicia por cuenta propia. En dos años, la Policía y las Fuerzas Armadas han matado a más de
900 personas en operativos, hechos que presenta como
“enfrentamientos”. Investigaciones periodísticas y de
organizaciones no gubernamentales, sin embargo, han evidenciado que las ejecuciones extrajudiciales son práctica habitual y que los ejecutados en ocasiones ni siquiera son pandilleros. Ni un solo policía o soldado ha sido condenado.
David Morales, exprocurador de Derechos Humanos, se atrevió a denunciar apenas un puñado de casos. Lo destituyeron. Su sucesora, Raquel Caballero, accedió al cargo en septiembre con la venia de todas las fuerzas políticas que impulsan la estrategia represiva, y se ha sumado al coro de instituciones que actúa como si el elefante de las ejecuciones y los abusos no existiera. “Respaldamos las medidas extraordinarias, por el mismo clamor de la población”, dijo Caballero el 22 de diciembre.
Guillermo Gallegos, actual presidente de la Asamblea Legislativa, dinamizó su carrera defendiendo la pena de muerte. En la sociedad más violenta del mundo, da votos tuitear “muerte a los mareros” o “pasó lo que queríamos que pasara” el día en que un motín carcelario se salda con
14 pandilleros muertos. Por el contrario, es un suicidio político —y social— exigir que los policías respeten los derechos humanos, plantear mejoras en las cárceles tendientes a la reinserción, o sugerir soluciones al problema que incluyan el diálogo directo y sobre la mesa con los pandilleros.
Hace dos décadas, Colombia tenía tasas de homicidios similares a las que hoy presenta El Salvador. Las han reducido a un tercio. Fortalecer el Estado de derecho y fomentar el diálogo transparente parecen ser apuestas seguras, pero el Estado y la sociedad salvadoreñas prefieren, hoy por hoy, seguir caminando en sentido contrario.